Pasaron los clásicos y la sensación que dejaron fue de sabor a poco. Más allá de estadios colmados y un terrible fervor por parte del público, el nivel futbolístico mostrado fue de una mediocridad exorbitante.
Los primeros en aparecer en cancha fueron Belgrano y Talleres. El derby cordobés dejó a unos contentos y a otros no tanto. Por el lado celeste, se tiene la sensación de que si el equipo se hubiera animado, lo ganaba. Otra vez el pirata peco de especulador, otra vez no supo manejar un partido que se le presentaba en bandeja, otra vez puso nock-out a un rival y no pudo dar la estocada final.
Desde la vereda de enfrente, supieron aprovechar ese retraso en el campo. Los albiazules, luego de un primer tiempo en los que sus jugadores de buen pie no pudieron prevalecer, resurgieron como el ave fénix para acorralar al pirata contra el arco de Olave.
En este ida y vuelta de sensaciones, el favorecido fue Talleres una vez más. Como en el pasado clásico, supo golpear en el momento justo y se fue con una leve sonrisa en la cara. Pero más allá de felicidad o tristeza, de festejos o amarguras; el fútbol fue el que salió derrotado una vez más del Estadio Córdoba. Una vez más se metió más de lo que se jugó.
En el fútbol grande, River y Boca defraudaron. El marco y la expectativa que genera siempre este clásico no fueron acorde a lo que se vio en el Monumental de Núñez. Solo destellos de los diez de cada equipo pusieron algo de "jogo bonito".
Como en Córdoba, los rústicos le ganaron la pulseada a los creativos y dejaron un sinsabor en la gente amante del buen fútbol. Más allá del resultado, Boca no mostró una superioridad en la cancha, solamente el oportunismo de un pibe logró quebrar el marcador.
Se vivió fiesta en la Ciudad de Córdoba, se vivió fiesta en Capital Federal. Pero ésta solo fue en las tribunas y no en el terreno de juego. Sin duda alguna, la que está triste es, nuevamente, la redonda.
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